-Atilio! Necesito que me deposites este cheque -gritó el gerente agitándolo, como ventilando una foto instantánea-. Tiene que ser hoy, si o si.
Eso fue lo último que escuchó. Mientras asentía con la cabeza, su jefe salía a corretear algún oficinista con el afán de mantenerse al tanto de como venía el día laboral de sus empleados.
-Necesito que termines los informes hoy Hugo! -Mientras se le acercaba, entre caminando y trotando casi sin despegar los pies del piso-. No te quiero joder, pero si te vas de vacaciones me tenes que dar un changui para verlos. No te veo haciendo papeles con todos los culos que vas a ver allá en las playas de Cancún.
Hugo rio tímidamente y agachó la cabeza, era realmente verdad.
El ascensor seguía parado en el décimo piso hacía unos minutos, para Atilio parecían horas. Particularmente hoy, todo se movía demasiado lento para él.
-¿Qué carajo están haciendo en el ascensor? ¿Si quieren charlar porque no se van a almorzar y se dejan de hinchar los huevos? -susurró en un tono más alto de lo necesario.
La demás gente escuchó perfectamente, más de uno no pudo contener la risa.
- Atilio, Atilio! -gritó insistentemente el gerente hasta que él se dió vuelta -. Después de depositar el cheque, si querés andá para tu casa y te tomás medio día como habíamos arreglado.
-Con toda le gente que va a haber hoy es más probable que vos salgas antes -dijo sin pensarlo -. Pero seamos optimistas. Gracias, me viene bien.
-No quisieras estar en mi lugar, tengo más cosas para ayer que para hoy -dijo soltando al mismo tiempo una carcajada con más tintes de catarsis que de felicidad-. Nos vemos mañana pibe.
-Dale jefecito, no me extrañes. No quiero verte mal si pierden de nuevo hoy. -Se dio vuelta sin esperar respuesta y se perdió dentro del ascensor, mientras su jefe sonreía en complicidad.
El microcentro seguía igual de caluroso y la poca gente que había caminando por la peatonal, hacía el panorama más lúgubre que de costumbre. El sol y el pavimento eran un cocktail mortal. Por Florida, los turistas brasileños eran perseguidos por los vendedores de ropa con más hambre que león sin dientes. El contexto económico, la navidad y el fin de año los habían dejado con los bolsillos rasgados y con el real en alza, estos turistas eran la presa ideal.
-Meu amigo brasileiro! -gritó uno abriendo los brazos, como si hubiera reconocido a un amigo perdido de la infancia o como si no hubieran cobrado un penal más claro que el agua.
Atilio rio por lo bajo, pensando en lo que podía llegar a hacer un argentino con tal de vender algo.
-Somos caraduras por naturaleza. -Concluyó para sus adentros.
El paisaje sonoro se completaba con el cántico de los arbolitos que en plena luz del día, vestían traje y corbata. Definitavamente, cualquier cosa con tal de vender.
El imponente edificio del banco, contrastaba con la imagen del pequeño restaurante chino con olor a aceite rancio y los escombros del café abandonado a su suerte por otro de los reveses económicos del país. El cartel de "se vende" parecía más una súplica que una oportunidad de hacer negocios.
Al llegar a la puerta, vio que la cola serpenteaba intrincadamente por todo el lugar. Se acercó a los cajeros:
-Gracias a Dios la tecnología está de mi lado. -Pensó con sarcasmo-. Hoy hasta puedo elegir el que más me guste.
La ironía tenía planeado otro destino con un cartel que invitaba a todos los clientes a utilizar las bondades de los servicios de tracción a sangre. Volvió para hacer la fila.
-No te la puedo creer -expresó con fastidio, mientras se acercaba a la gente.
Dirigió su mirada al policía apostado cerca de una columna, casi pidiendo explicaciones. El oficial, inmutable, revoleó sus ojos hacia él por un segundo, pero sin poder resolver su angustia. El contacto fue tan efímero como el paso de un cometa, hasta que se perdió nuevamente abstraído por la vida fuera de las puertas giratorias. Su gesto adusto, era tanto de seriedad como de aburrimiento. Atilio se acercó a la gente.
-¿Qué regalan acá que hay tanta gente? -comentó con histrionismo.
-Con suerte...jubilaciones -respondió ávidamente un anciano, en el preludio al estallido de carcajadas que corearon las personas cercanas.
Así comenzaba el periplo, de lo que sería probablemente la cola más larga que haría en su vida.
Pasó los primeros quince minutos atento a la conversación de un abogado con sus socios. Por momentos a los gritos, echaba culpas a doquier. En otros, con tono reconciliador, buscaba una solución. Todo esto matizado por momentos tragicómicos de culpa. Llegó a reconocer su nerviosismo a regañadientes y su necesidad de calmarse. En solo cuestión de minutos había recorrido el camino que le costaría años transitar a un adicto a la cocaína. Sonrió al racionalizar su asociación. Claramente tenía razón.
Se vio confundido entre su aparente alegría y la desesperación que le generaba la fila, que parecía estar estancada desde que llegó.
-Ni para el boliche hago esto -concluyó moviendo la cabeza en signo de negación y apretando los labios mostrando su frustración.
El tiempo pasaba relativamente rápido, mirando sin mirar, tratando de no pensar. Pero la gente seguía tiesa en su lugar. Su visión le proyectaba las imágenes de un cuadro, más que las de un ambiente dinámico. Afuera, una manojo de hojas secas pasó fugazmente, como escapando del calor, probablemente buscando las temperaturas más húmedas del otoño. Huían despavoridas, dibujando círculos en el aire. Para él la situación no era tan poética, se asemejaban a gallinas sin cabeza, corriendo sin rumbo.
La monotonía se cortó con la vibración de su celular. Más apresurado que otra cosa, se puso los papeles bajo la axila. Mientras presionaba la masa de formularios y tramiteríos que llevaba, luchaba contra el capricho del bolsillo trasero. Con su mano menos hábil se escabullía con más fuerza que atino para contestar rápido.
-Diga? -Su malestar era más obvio a través del teléfono que en persona.
-Hola amor, como estás? -contestó su esposa, como luchando contra el enojo de Atilio.
-Bien -respondió ambiguamente -. Estoy haciendo la fila para comprar las entradas del próximo Boca - River.
-En serio? Hoy no trabajás? -comentó ingenuamente.
-No, estoy en el banco linda -respondió riendo.
-Ahhhh...que boluda...no había entendido -dijo, devolviéndole la carcajada-. Che...¿sabés que nuestro hijo termina el jardín hoy no? Quería saber si vas a estar para ir a buscarlo conmigo. -Cambió de tema de manera entusiasta, pero cortante y determinada.
-Termino acá y voy para casa -respondió en un intento heroico de negar su fastidio.
-Ok, ¡bárbaro! -Su alegría era tan grande como su sorpresa-. ¿Querés hablar con él?
La fila comenzó a avanzar, el tumulto, la cantidad de cosas que llevaba bajo el brazo, el nerviosismo, las ganas de irse...todo le complicaba el panorama.
-Más tarde amor, ahora estoy con más ganas de matar a alguien que otra cosa -confesó timidamente.
-No te preocupes, igual lo ves más tarde, ocupate del trabajo que a la tarde lo pasamos a buscar -le dijo, reconfortándolo en la única manera en que podía -. Cuidate chuchi, besos.
-Chau preciosa. -Cortó sin mediar palabra.
El trance lo rompió el repiqueteo de las gotas sobre el techo de la construcción. El aroma del pavimento mojado le impregnaba la nariz. La fila se adelantó, hizo un esfuerzo para caminar y sintió un fuerte malestar en sus rodillas y cadera.
-Me estoy poniendo viejo -confesó para sus adentros, preocupado -. Así no puedo jugar a la pelota ni en Sacachispas -expresó para si dándole menor entidad, de alguna manera, al pesar de su situación.
La gente más joven comenzó a quejarse de la tardanza, todos tenían cosas más importantes que hacer, la ciudad no perdonaba que pierdan el tiempo. El tiempo es tirano, más cuando tiene horarios ajustados.
-A la juventud ya no le importa nada. -Pensó enojado-. Mi generación no se quejaba tanto, ¡agua y ajo! El laburo es así. La quieren toda fácil. -Al mismo tiempo que notaba que eran personas de su edad-. En serio, estoy hecho un viejo de mierda -se confesó nuevamente.
El tiempo pasó entre discusiones de fútbol, donde los más elocuentes daban opiniones estrambólicas, disfrazando su ignorancia de cenicienta. El cepo al dólar, el precio del metro cuadrado en Barrio Norte, el impuesto a las ganancias, la inflación, las restricciones a las importaciones, todo se debatió sin mayor éxito, con más ganas de desahogar las penas, que de solucionar las cosas. Se habló de los argentinos, se echaron la culpa los unos a los otros. La única culpa que reconocían era la de no poder avivar a los demás de que tenían razón. Que Macri, que Cristina, que el oficialismo, que la oposición y que "Bailando por un Sueño"...
Por fin llegó la hora de la verdad. Con pequeños pasos, arrastrando los pies por el piso, mano en la cintura se acercó con suma cautela a la caja. Miró fijamente al vidrio para poder ver a través de él. La transacción se dio rápidamente y Atilio no pudo evitar hacer un comentario.
-¿Qué pasa que estuvo todo tan lento hoy? Sentía que me volvía viejo acá adentro y eso que tengo veinticinco años. -Dejó caer de su boca las palabras.
-¡Parece más joven que eso señor! -respondió alegremente la cajera, riendo fuertemente.
Atilio respondió con una sonrisa, aunque un poco confundido con la respuesta de la mujer.
Al salir del banco, las calles abarrotadas de autos y el estruendo de las bocinas le sorprendió.
-Hace un rato podía hacerme un asado en plena calle Corrientes -susurró elocuentemente-. No me quiero imaginar lo que va a ser esto en treinta años.
Camino a la parada del colectivo leyó el mensaje de texto que le había enviado su mujer:
-¿A qué hora llegás? No te olvidés que hoy se recibe el nene -confirmó ella.
-Con suerte, estoy antes de que se reciba de la facultad -respondió irónicamente.
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