LIMBO

El universo definido por el espacio dentro de la semiesfera formada por un línea horizontal de corte transversal a la altura de los ojos de una persona y el arco que forma la cabeza respecto de la misma, junto al rectángulo que se forma si trazamos una raya vertical sobre su perfil en el punto más elevado, con su altura dada por el radio de la semiesfera, donde la base del mismo es la trayectoria desde esa línea hasta la paralela que dibujan las hojas del libro. Este es el lugar donde lo tangible (nuestra mente) y lo intangible (un relato) conviven en un espacio sin reglas, donde solo el lector puede dictaminar lo que es real de lo que no y lo que está vivo de lo que está muerto. Allí es donde se hacen realidad las historias, cobran vida las palabras y donde se libran las verdaderas batallas literarias.Que comience el viaje hacia el limbo...

martes, 25 de febrero de 2014

EL COLECTIVO INCONSCIENTE

Se despertó, dormido y con resaca de rutina y esa inercia apática que le ejercía la fuerza necesaria como para levantarse y compensar el contrapeso del resto del cuerpo que le pedía que se quede tieso en la cama. Enrique, otro oficinista costumbrista y con esa adicción a la utopía de la eficiencia de los tiempos que lo llevaba a llegar tarde todos los días, nuevamente se despertaba con la cantidad de minutos justa como para cagar, bañarse, cambiarse y tomarse el transporte, que con suerte y sin ningún tipo de retraso de por medio, lo haría llegar sobre esa franja horaria de quince minutos que él creía era aceptable para ingresar al trabajo; nada de desayuno o cualquier otra chuchería que le costarían preciados minutos que él no tenía para desperdiciar.
El círculo vicioso que se le presentaba de manera descarada seguía la corriente del Taylorismo como una filosofía de vida infectocontagiosa exigiendo una rutina, casi de cadena de producción, donde él debía realizar la mejor secuencia de actividades en el menor tiempo posible y con la mayor eficacia y eficiencia. Para las empresas, esta estrategia es fundamental para reducir sus costos y maximizar sus ganancias. Para un ser humano, reducir los costos de su labor, a través de la supresión de ciertas actividades cotidianas o minimización de tareas extra laborales es paradójico si tenemos en cuenta que, según este concepto, la inversa del trabajo es la vida; uno termina trabajando para vivir y no viviendo para trabajar menos, disfrutando del no padecimiento de los momentos complementarios al trabajo y disfrutando del objetivo inverso al planteado, que es vivir feliz. Claro está, el trabajo es casi obligatorio, vivir no tanto; y siempre lo imperativo triunfa sobre lo opcional.
El producto de su aceitado esquema productivo, que se asemejaba más a una máquina de vapor sustraída de una fábrica en pleno auge de la revolución industrial, daba como resultado una persona acelerada, nerviosa y con un nivel de planificación similar al de una cocainómana, a la vez que se veía a sí mismo como tranquilo, organizado y despreocupado, en tanto que se mofaba de la notoria impaciencia de los demás.
El cronograma logístico y minucioso mostró sus primeras falencias cuando no pudo ubicar la tarjeta SUBE, que estaba en el saco que había llevado ayer a la empresa. Las llaves estaban abajo de una pila de papeles y boludeces que había depositado en la mesa del comedor con la noble promesa de organizar "para cuando tenga tiempo". 
Salió del departamento y al bajar los dos primeros escalones no recordaba siquiera haber cerrado la puerta. La fuerza del auto convencimiento terminó por triunfar en ese bucle de razonamiento que involucra la duda, el cuestionamiento, la culpa, el intento de volver y el convencimiento a través de la minimización de las consecuencias o daños colaterales posibles: "¿Y si no cerré la llave qué puede llegar a pasar?¿Qué me roben? Vivo en un sexto piso, hay veinte departamentos antes del mío". Para cuando terminó de debatirse a sí mismo, estaba a media cuadra del edificio. Más que nunca, estaba en piloto automático.
Caminó la primer cuadra mirando sin mirar, concentrado, como todos los demás peatones, en llegar temprano. Este proceso consiste en caminar como zombie, despojado de todo tipo de sensibilidad hacia los estímulos exteriores, solo pensando en que el colectivo llegue diez segundos después de que alcancen la parada. Como parte de este desarrollo, los sentidos se achican a la mínima expresión de manera de poder enfocar toda esa energía inutilizada en pensar que pueden llegar más temprano mediante alguna forma de telepatía racionalizada.
Una de las consecuencias es lo imposibilidad de interaccionar con los demás objetos que forman parte del ecosistema, ya sea, no poder evitar pisar un sorete de perro o la baldosa floja que expulsa por sus grietas lo que podría ser un brazo del Río Paraná, chocar gente debido a que ninguna persona se corre lo necesario como para evitar la colisión o quedarse en blanco cuando te preguntan el nombre de una calle o que hora es. En resumen, un cardumen de peces que nadan en asfalto sin la capacidad de responder a los pequeños desafíos previos a la llegada al trabajo.
Una gran ventaja de este estado mental es que el ser humano muestra una menor aversión al riesgo. Si hay alguien intrépido en este planeta, es la persona que sale de su departamento hacia su trabajo. Una persona apurada por llegar a la oficina, tiene más huevo que cualquier corredor de bolsa que mueve millones y millones en cuestión de horas conviviendo con el fierro del despido en la sien. De hecho, esa misma persona toma mayores riesgo desde que sale del trabajo hasta que ingresa, que durante todo el resto del día. Los saltos cuasi ornamentales y pequeños sprint que produce la gente cuando llega a la bocacalle podrían clasificarlos a las olimpíadas. La osadía e insensatez al abalanzarse sobre el transporte público representa el intento más claro del valor de la vida contrastado con el oficio de llegar al trabajo. Un tipo que no tiene miedo de dejar la vida por su cometido, no tiene nada que envidiarle a personas como Ghandi. El objetivo que los mueve, es otro tema de discusión.
Enrique no era la excepción y después de sortear varias automóviles, peatones, y correr cien metros hasta la parada, divisó el colectivo preparado para el despegue. A medida que las ruedas empezaban a girar, el instinto de supervivencia laboral crecía. El colectivo parecía una tortuga tirando de una carreta que con las manos delanteras daba brazadas para poder impulsar el peso que llevaba a cuestas. Corriendo con el brazo arriba para llamarle la atención al conductor, alcanzó el ómnibus, solo para darse cuenta que dos personas sujetadas de los pasamanos y con lo pies en el estribo luchaban para entrar al bus y no morir en el intento, en una suerte de prueba de equilibrismo. El colectivo estaba lleno, repleto de gente y tensión. El clima matutino, frenético como todas las mañanas. La gente se acostumbra pero nunca deja de hacerse la sorprendida. En el fondo todos sabemos que estamos a dos pasos de tirar al chofer por al ventana y hundir el bondi en el Río de la Plata. A Enrique se le escapó una puteada por lo bajo. En ese instante, otro colectivo se acercaba a la parada. Con una actitud de "este no se me pasa" cruzó por adelante al colectivo que lentamente se despertaba de su letargo.
Existe un hecho que es tan común como la salida del sol, e inclusive se repite más veces durante el transcurso de un día. En general, si un colectivo yace parado ocupándose de la carga de pasajeros, el que viene por detrás (de la misma línea) no parará a menos que la vida del conductor dependa de eso o según el pie con el que se levantó (o subió del colectivo); algunas veces también cuando descienden pasajeros.
Enrique pasó por delante del chofer del colectivo que seguía arrancando en cámara lenta y, con un sentido de la valentía que solo una persona que va a laburar puede tener, pretendió parar un ómnibus en marcha, en parte con el cuerpo y, por otra parte, con alguna suerte de telequinesis. Nadie se sorprendió, puesto que esta maniobra es recurrente para los oficinistas, y a su vez, en el caso hipotético de que alguien pudiera volar y lo viera Superman: ¿Se sentiría sorprendido? Por supuesto que no. En esa calle, todos eran de su misma condición.
El colectivo que venía andando por la calle, que nunca se percató de su presencia, le pegó un chicotazo de côté que lo hizo volar sobre sus pasos. Él salió como de una escondite al encuentro del colectivo en movimiento y al final todo fue una cuestión de timing, algo paradójico para una persona tan planificadora. El chofer del otro bus, que peleaba, manejaba y cobrara a la gente (todo al mismo tiempo), arrancó sin piedad. El cuerpo fue arrastrado dos cuadras hasta que se soltó del chasis del bondi, como si fuera un excremento de animal.
Otra nueva mañana azotaba la ciudad. un rayo de sol de filtraba por el agujero de la persiana y aterrizaba sobre un pedazo de alfombra desteñida por su continua acción corrosiva. Se despertó, dormido y con resaca de rutina y esa inercia apática que le ejercía la fuerza necesaria como para levantarse y compensar el contrapeso del resto del cuerpo que le pedía que se quede tieso en la cama. Sentía que lo habían pasado por encima. Miró el reloj y faltaban quince minutos para levantarse. "Un desperdicio de tiempo", fue lo primero que pensó para si mismo. No pudo dormirse y cinco minutos más tarde comenzaba la tarea de prepararse para ir a su trabajo. Se sentía con tiempo y eso lo hacía sentir raro. No lograba mantener ni la mitad del ritmo que él solía imprimirle a las actividades matutinas. La rutina fue la misma de cada día, solo que esta vez prendió la radio, se lavó los dientes y comió varias galletitas. Cuando quiso darse cuenta, estaba atrasado. El cronograma empezaba a hacer agua.
Reunió todas sus pertenencias y las acomodó, como siempre las acomodaba, cada una en un bolsillo distinto. Salió del edificio apresurado, esquivó gente y cruzó bocacalles a zancadas. La parada del bus, como otras veces, parecía que se alejaba a medida que crecía su impaciencia y aceleraba el paso.
Como era de esperarse, el colectivo amagaba con despedirse de la parada en el instante en que Enrique alcanzara la puerta. Lo alcanzó. La gente empujaba para entrar. Todos sufrían el sofocamiento. El colectivo comenzaba a rodar lentamente. No podía subir. Divisó el colectivo de la misma línea viniendo sin pausa y decidió pararlo. Cruzó el frente del ómnibus parado y por alguna razón desconocida o por instinto (como le dicen algunos) intuyó que no iría a frenar. Retrocedió y volvió a subir a la acera. El bus frenado, pasó de moverse muy lentamente a solo lentamente. Lo miró como si estuviera en una película romántica de Hollywood, en la escena donde los amantes se despiden en cámara lenta y uno de ellos observa al otro caminar hacia el horizonte. El trance se rompió cuando las últimas personas despejaron el primer escalón y lograron entrar. Sin pensarlo, se abalanzó y tomó el pasamanos mientras todavía lo tenía a su alcance. Se aferró con las dos manos y logró subir uno de sus pies al escalón. La destreza intachable que había cosechado segundos antes se vio coartada por la falta de fuerza y el paso en falso con el pie que todavía no lograba acomodar. El pie apoyado cedió y su cuerpo quedó flameando en posición oblicua a la puerta. El colectivo comenzó a tomar velocidad y con cada metro acelerado, más se depegaba del pasamanos. Debido a la insistencia por quedar tomado del colectivo, al desprenderse sus manos, cayó de cara al pavimento. Fue un dolor casi tan desgarrador como el de la rueda que lo pasó por encima. Nadie dentro del colectivo se percató. En un arrojo místico, el ómnibus que venía por detrás decidió tomar una decisión poco esperada. El chofer, que peleaba, manejaba y cobrara a la gente (todo al mismo tiempo), arrancó sin piedad después de levantar al último pasajero. Nadie dentro del colectivo o fuera de éste  se percató. El cuerpo fue arrastrado dos cuadras hasta que se soltó del chasis del bondi, como si fuera un excremento de animal.
La gente consternada e indignada hacía diferentes comentarios sobre la situación y de las calamidades de la sociedad contemporánea, mientras seguían apurados para llegar a horario al trabajo.
Un tal Enrique, otro Enrique, se sienta cada mañana a tomar su café cortado en la esquina de esa calle. Él presencia el déjà vu cada mañana. Algo así explica la persona que me cuenta la historia, la cual se la contó Enrique a él mismo, el día que le predijo el accidente minutos antes de que ocurriera. Él no entiende si hablaba de la misma persona o si llamaba a todos Enrique, como él. "¿Cómo sabe todos esos detalles de aquellas personas?" es la primer pregunta que hago. Me miró fijo y repitió lo que Enrique le había dicho: "¿No hacemos todos lo mismo? El problema del ser humano no es la obligación de cumplir un destino, sino de estar destinado a repetir sus propias decisiones. Las decisiones pueden parecer disimiles, pero muchas veces, solo son distintas formas de volver a reaccionar de la misma manera y sufrir las mismas consecuencias. Decir cosas diferentes para significar lo mismo es el otro karma del ser humano".

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